LA TRAGEDIA DEL INDIO
Todo
resumen sincero sobre la situación de los indios al concluir el
periodo de la conquista, ha de revestir perfiles sombríos y dramáticos.
Bajo el azote de mortíferas epidemias, destruidas o trastornadas
sus jerarquías sociales, amenazada su religión por el celo
iconoclasta de los primeros misioneros, el indígena vio fallar todos
los resortes de su vida material y espiritual. El indio no puede acceder
al establecimiento de un orden nuevo que no comprende y que le exige un
esfuerzo abrumador. Su postura final es la desmoralización resignada
y pasiva; el conquistador, incapaz también de comprender la actitud
del indio, la atribuye a pereza y malintencionada resistencia, creando
así la leyenda del indio holgazán, hipócrita y perverso,
tan falsa y unilateral como la del indio inocente y angélico que
crearían poco después los misioneros más entusiastas.
Ni lo uno ni lo otro; eran siempre gentes sencillas cuya vida social, espiritual
y económica había sido destrozada.
G. Céspedes del Castillo, Historia de España y América.
El encuentro del Nuevo Mundo por Cristóbal Colón en 1492 y la conquista de los pueblos de la Nueva España por Hernán Cortés en 1521 produjeron una serie de acontecimientos importantes tanto para España y el mundo europeo como para el mundo indígena.
Si la conquista armada fue de graves consecuencias para los indios, la conquista de su conciencia les resultó fatal, puesto que ante este hecho no cupo ya el recurso de una guerra que los pudiera liberar. Pueblos aguerridos, todos ellos, habían estado enfrascados en innumerables batallas a lo largo de su historia. Luchas de conquista unas, contiendas de tipo religioso otras, que, por mucho que pesaran sobre ellos, formaban parte integrante de su vida, de una vida que dependía enteramente del culto rendido a sus deidades, acostumbradas, según sus concepciones, a la necesidad de la sangre para poder vivir.
Al serles impuesta la fe cristiana, los indios pensaron que los días nemontemi habían llegado. El sol ya no volvería a salir, las sementeras ya no fructificarían, el destino de sus dioses se cumplía. La tenebrosa noche cayó entonces para siempre sobre la altiplanicie mexicana.
Pero
no todos se resignaron frente a tal fatalidad. Hubo voces que se dejaron
sentir expresando su inconformidad. Fue la voz de los viejos sabios, los
sacerdotes de los templos, los tlamatini, los poseedores de las
tradiciones y del conocimiento de los secretos de los dioses, en abierto
desafío a los hombres que destruían ídolos y templos.
Leamos una de esas respuestas que los indígenas dieron a los frailes,
en nombre propio y en el de su pueblo:
Señores nuestros, muy estimados señores:Habéis padecido trabajos para llegar a esta tierra.Aquí ante vosotros, os contemplamos, nosotros gente ignorante.¿Y ahora qué es lo que diremos?
¿qué es lo que debemos dirigir a vuestros oídos?¿Somos acaso algo?Somos tan sólo gente vulgar.Por medio del intérprete respondemos
devolvemos el aliento y la palabradel Señor del cerca y del junto.Por razón de é1, nos arriesgamospor esto nos metemos en peligro.Tal vez a nuestra perdición,
tal vez a nuestra destrucción,es sólo a donde seremos llevados.[...]Déjennos pues ya morir,
déjennos ya perecer,puesto que nuestros dioses han muerto.[...]Si en el mismo lugar
permanecemos,sólo seremos prisioneros.Haced con nosotros lo que queráis.1
Es fácil advertir la profundidad del pensamiento encerrado en las palabras anteriores, que no fueron las únicas que se dejaron escuchar una y otra vez. Sin la presencia de los númenes indígenas, la vida ya no tenía sentido alguno y era preferible la muerte. Las protestas fueron inútiles y pronto hubieron de someterse a los dictados de la nueva política ordenada por la Corona y por los misioneros que llegaron para convertir a los millones de seres que poblaban estas tierras. Mas, en el silencio de la noche, en la soledad de los campos, buen número de sacerdotes indígenas siguieron practicando sus ritos, rebelándose a cuanto se les enseñaba. No es posible, como dice Miguel León-Portilla, "suprimir un sistema de vida y pensamiento que tiene hundidas sus raíces en la tradición más antigua de la vieja estirpe náhuatl".2
Conforme avanzó el tiempo, los misioneros empezaron a conocer mejor los secretos de la religión indígena para combatirla con mayor denuedo. Mientras tanto, la situación de los vencidos no fue halagüeña, y aun cuando estaban acostumbrados a sobrellevar el peso de los tributos que tenían que pagar a sus propios gobernantes, ahora, bajo el nuevo gobierno, tuvieron que tributar a los nuevos amos y también a los caciques y señores cuyos rangos sociales eran ya reconocidos por los españoles.
Los abusos de los encomenderos se dejaron sentir pronto; la esclavitud de los indígenas fue real y en muchas ocasiones estuvieron sujetos a la crueldad de los vencedores. Informado el emperador Carlos I de esta situación, trató de remediarla y expidió la primera cédula al respecto en Granada, el 9 de noviembre de 1526, y unas ordenanzas, fechadas en Toledo el 4 de diciembre de 1528. Por ellas quedaba prohibido que los españoles sacasen a los aborígenes de su propio territorio y que se les convirtiera en esclavos, aunque hubiesen sido vencidos en guerra. Se proscribió también el uso de los indios como bestias de carga y como trabajadores de las minas.3
De
poco sirvieron las órdenes reales, pues los abusos de los conquistadores
y sus descendientes fueron constantes. Ante esta situación los aborígenes
prefirieron -siempre que podían- huir a los montes y llevar una
vida miserable, o cambiar continuamente de asentamiento para aminorar su
aflictiva situación y evitar que los capturaran. Más efectiva
fue la actuación de los evangelizadores, quienes, unidos, a fray
Juan de Zumárraga, obispo primero y después arzobispo de
la Nueva España, y al virrey Luis de Velasco, procuraron impedir,
hasta donde les fue posible, el maltrato que sufrían los indios,
conquistándose por ello la enemistad de gran número de encomenderos
y autoridades menores. Fray Gerónimo de Mendieta asienta en su crónica
que
es
tanta la codicia y poca cristiandad de algunas particulares personas a
quien la ejecución de este negocio se ha acometido [el impartir
justicia], que no han tenido ojo sino en apañar lo que podían,
arrinconando a los indios a las peores tierras, y dejando las mejores vacías,
con esperanza de entrar ellos u otros de sus amigos a ellas, que era ocasión
de desbaratarse los indios y cesar la junta de los pueblos, por no saber
los virreyes en quién confiar. Mas yo digo, que si hubiera castigo
para los que hacen mal hecho lo que el rey les encarga, y premio para los
que en sus cargos son fieles, los hombres se esforzarían a hacer
lo que deben.4
La actitud de los misioneros franciscanos, dominicos y agustinos fue casi siempre la de proteger al indígena de los castigos y el maltrato que sufría de manos de los españoles. Pero su labor no se limitó a ello. Procuraron por todos los medios erradicar la religión ancestral y extirpar las idolatrías, tratando de sustituirlas por los ritos y las prácticas cristianas, sin darse cuenta del vacío que creaban en el alma indígena. Estaban convencidos de que combatían al demonio más que al propio indio -contra quien, en realidad, nada tenían-; de ahí el encono con que persiguieron las ideas religiosas "alentadas por el diablo", muy de acuerdo con las tradiciones de los Padres de la Iglesia practicadas y predicadas a lo largo de la Edad Media.
El trabajo de los frailes no fue sencillo porque, al principio, y durante cierto tiempo, ignoraban las diversas lenguas habladas por los indios. Fray Gerónimo de Mendieta refiere que los primeros franciscanos se pasaban las noches en oración para implorar la ayuda divina, a efecto de poder comprender y ayudar a toda la gente que habían dejado sin nada en qué creer. En los primeros tiempos se valían de intérpretes, pero este procedimiento resultaba cada día más insuficiente, puesto que no eran unos cuantos individuos los que precisaban catequización, sino millones de seres. Al cabo de unos meses las esperanzas de los religiosos se reafirmaron, según narra Mendieta, al contar con la ayuda del niño Alonso de Molina, quien había llegado a América muy pequeño y había aprendido ya la lengua náhuatl. Su madre, a solicitud de los franciscanos, lo prestó gustosamente para que les sirviera de intérprete, pero sobre todo de maestro, con lo cual se aceleró el aprendizaje del idioma.5 Años más tarde tomaría el hábito franciscano y descollaría notablemente en la orden. Suyo es un vocabulario que circula aun en nuestro tiempo.
Pese a los esfuerzos de los misioneros, la evangelización de los indios no progresaba como ellos lo hubieran deseado. El indio se empecinaba en mantener viva su religión, y ante tal hecho los frailes cambiaron de táctica. Si resultaba difícil convertir a los adultos, no ocurriría lo mismo con los niños, ya que por su corta edad todavía no habían alcanzado a conocer los secretos de la religión ancestral. A ellos, pues, dedicaron todos sus esfuerzos. Ayudados por Hernán Cortés, los frailes comenzaron a reunir a los pequeñuelos, al mismo tiempo que se iniciaba la construcción de los monasterios. Ocurrió al principio que los indios no confiaban en los religiosos y, así, en lugar de enviar a sus hijos, los señores mandaban a los hijos de sus criados, con lo cual, como dicen Mendieta y fray Juan de Torquemada, ellos mismos resultaron burlados, ya que algunos de esos niños llegaron a ser gobernantes de sus propios señores y de sus pueblos.6
Conforme avanzó la educación de los pequeños, los progresos resultaron notorios, pues gracias a ellos se pudieron combatir las prácticas idólatras realizadas subrepticiamente. En no pocos casos descubrieron cómo los adultos habían escondido sus ídolos en los basamentos de las cruces y de los altares, pretendiendo engañar a los frailes.7Reveladas las supercherías, se castigaba a los indios. Fray Toribio de Benavente, o Motolinía, narra detalladamente cómo, incluso, algunos niños fueron muertos por sus propios padres al ser denunciados éstos; el caso más notable de ello es el de Cristobalito, quien encontró la muerte a manos de su padre Acxotécatl, cacique de Tlaxcala.8
Problema no menor fue el de la dispersión de los indios por los campos y los montes, ya que, agobiados por los abusos de los conquistadores y encomenderos, huían de los poblados en que se les había congregado. Con paciencia y amor los frailes se dedicaron a reunirlos en los pueblos donde había conventos, y donde no sólo los catequizaban y civilizaban al modo europeo, sino también buscaban su mejoramiento intelectual y económico. De esta manera los enseñaron a cultivar mejor el maíz; introdujeron el cultivo del trigo, la caña de azúcar, los árboles frutales y las hortalizas. Preocupación especial de los religiosos fue introducir el agua potable en los pueblos en que ello era posible, construyendo canales, puentes y acueductos, así como fuentes en el centro de cada población;9 algunas de estas últimas subsisten, como la de Chiapa de Corzo, la de Tochimilco y la de Tepeapulco; otras fueron destruidas hace pocos años, como la de Tezcoco. La creación de hospitales para curar a los indígenas enfermos fue también tarea importante de las órdenes mendicantes.
Quienes han estudiado la actuación de los evangelizadores han pensado que, como cuando en Europa estaba en pleno desarrollo la corriente renacentista, renovadora de ideas e instituciones, forzosa y necesariamente semejante tendría que ser la actitud y el pensamiento de los frailes. Sin negar la existencia de esa modernidad, es necesario aclarar que las tradiciones medievales en la mente de los misioneros son todavía de mayor peso, conforme lo muestran innumerables hechos. Que en Europa naciera un hombre nuevo importó poco a los frailes, porque aquí, en estas nuevas tierras recién descubiertas, había millones de seres a los que había que dar "nacimiento" al modo cristiano. Esto era lo fundamental para ellos. Si el Renacimiento europeo promovía el descubrimiento de nuevas cosas, resucitaba hábitos e imponía modas y modos de vivir, era algo accesorio. En las viejas tradiciones de la Iglesia disponían de suficientes y mejores armas para liberar a los indios de las garras del demonio y convertirlos a la fe cristiana.
En la Sagrada Escritura, en los comentarios de los escritores y los Padres de la Iglesia, hallaron los evangelizadores de la Nueva España su inspiración y guía. Varias de las obras de Gerónimo, Ambrosio, Boecio, Leandro, Isidoro, Gregorio, Agustín de Hipona, Buenaventura, Francisco, Domingo, Tomás de Aquino y otros más vivieron en la conciencia de los religiosos y figuraron en algunas de las bibliotecas conventuales. Todos aquellos que con sus conocimientos dieron forma a la Edad Media en lo espiritual y en lo intelectual fueron manantial inagotable que habría de brotar constantemente a lo largo de su actuación.
Por considerar que las tradiciones medievales son de fundamental importancia para comprender tanto la actitud de los misioneros como el arte prodicido en muchos de los conventos novohispanos, en el cuerpo de algunos capítulos habremos de mencionar brevemente aquellas que influyeron de manera directa en las costumbres de los frailes.
La
narración de todo cuanto hicieron esos religiosos en la Nueva España
queda fuera de los propósitos de este ensayo, que se concretará
principalmente al estudio del arte creado por los indios en los templos
y conventos erigidos por las tres órdenes de franciscanos, dominicos
y agustinos. Sin embargo, señalamos con cierta extensión
algunos aspectos poco o nada estudiados, pues su importancia es fundamental
para comprender el porqué de ciertos hechos y los intentos por resolver
determinados problemas. La terquedad de los indígenas, su vuelta
constante a la celebración de sus ritos religiosos y su oposición
a la prédica de los frailes tenía raíces profundas,
fincadas en un estudio profundo y razonado de sus creencias, llevado a
cabo en instituciones escolares de modo organizado. Por esta razón
me parece conveniente examinar con cuidado el tema que fue uno de los pilares
de la civilización mesoamericana, esto es la educación prehispánica.
Así será más fácil comprender las medidas que
tomaron los frailes para intentar convertir a los pobladores de estas nuevas
tierras y producir, por medio de muchos de los jóvenes indígenas,
el arte que salió de sus manos y de la guía de los evangelizadores,
obra de tema cristiano que, por provenir de la mano india, he denominado
arte indocristiano.