EL ARTE INDOCRISTIANO: FRUTO DE LA EDUCACIÓN MONÁSTICA


Durante siglos los monasterios eran el refugio del arte cristiano. Arte, arte cristiano y arte monástico son en ese largo periodo una misma cosa. Es un hecho que la actividad refinada que produce las formas artísticas no es posible más que en una sociedad bien ordenada, y no es menos cierto que la mejor sociedad durante la Edad Media era la de los monjes. Era en los monasterios donde podía encontrarse aquella actividad manual e intelectual necesarias para la existencia del arte.


J. Pérez de Urbel, El monasterio en la vida española de la Edad Media.


Tal como se desprende del epígrafe y de lo que hemos expuesto, como consecuencia natural de la doble educación que recibieron gran número de indígenas podemos decir que el arte realizado por ellos en el siglo xvi fue un arte monástico, al igual que lo fue parte del visigodo y el románico, entre otros. Desgraciadamente, la sociedad novohispana primitiva no estuvo bien ordenada y quizás nunca lo estuvo después. Sobre todo en lo que se refiere a la población indígena que estuvo sujeta a la explotación y sumida en la ignorancia que todavía hoy persiste. Pero es un hecho que, a pesar de todas las dificultades que predominaron entre frailes, indios y conquistadores, dentro de la unión y la desunión registradas durante este periodo, a la sombra de los monasterios se produjeron innumerables obras arquitectónicas, escultóricas y pictóricas en México. Casi todas fueron producto de la actividad “manual e intelectual” de los indígenas y los miembros de las órdenes mendicantes de franciscanos, dominicos y agustinos.

Este arte cristiano se debió, desde sus principios, fundamentalmente a la mano del indio y a la dirección de los frailes, y por esta razón he querido llamarlo “arte indocristiano”: indio por su realizador y cristiano por su tema. Sin el concurso de frailes e indios, en doloroso abrazo, no se hubieran edificado los 310 conventos que cita fray Gerónimo de Mendieta, ni los centenares de pequeños templos. En todos ellos el indígena se encargó de diversas tareas, desde el corte y acarreo de la piedra, la sección de la madera, la elaboración de la cal, la fabricación del ladrillo y el acarreo del agua, hasta la alimentación para los cientos de trabajadores que debieron laborar en las obras.

Pero además de la labor gruesa, debemos agregar el trabajo especializado de una multitud de artistas nativos que tuvieron a su cargo las etapas decorativas, esculpidas o pintadas, las cuales, por su misma naturaleza, quedaron al cuidado de individuos plenamente capacitados y con un marcado grado de sensibilidad y de expresión, perceptibles en la mayor parte de las obras novohispanas del siglo xvi, especialmente en las esculturas de los conventos y los templos.

Nos concretaremos ahora a examinar lo relativo al gran número de indígenas que se encargaron de decorar las fachadas de las iglesias de los pueblos y trabajaron también en la mayor parte de los conventos franciscanos, dominicos y agustinos de la Nueva España. Es necesario recordar las palabras de fray Toribio de Benavente, Motolinía, a quien tanto debe la historia mexicana: “Había en esta tierra canteros o pedreros muy buenos maestros… antes que los españoles viniesen [que] labraban también muchos ídolos de piedra. Después que los canteros de España vinieron, labran los indios cuantas cosas han visto labrar a los canteros nuestros, ansi arcos escarzanos y terciados como ventanas y portadas de mucha obra y cuantos romanos y bestiones han visto, todo lo hacen…1

Fray Toribio no dice aquí que los españoles hayan enseñado a los indios su oficio, sino que “han visto” cómo se hacen las obras, y de esta manera fue como aprendieron. No se trata de un mero eufemismo del autor sino una afirmación fiel a la realidad de aquellos tiempos. Resulta natural que los indios, obligados por las circunstancias de la Conquista, tuvieran que trabajar para los albañiles y constructores de los primeros edificios de México Tenochtitlan y que más tarde fueran utilizados por los frailes. En varias ocasiones los cronistas refieren la viveza con que los indígenas aprendían uno u otro oficios; ni tardos ni perezosos reproducían por su cuenta los objetos que habían visto hacer, abatiendo los precios que cobraban los españoles, con lo cual provocaban su ira, como lo dicen Mendieta, Motolinía, Torquemada y Las Casas. ¿Cómo entonces creer lo que dicen algunos autores contemporáneos, que los oficiales y artistas españoles iban a enseñar sus técnicas y secretos de trabajo a quienes sabían aprovecharlos y abarataban su trabajo?

Estamos aquí frente a un problema que puede ser aclarado por medio del estudio y el análisis cuidadoso de las obras escritas por los misioneros a lo largo de la evangelización. Dada la capacidad de los indios para construir y hacer obras de arte en el pasado, la tradición no había muerto, y a cierto número de los artistas prehispánicos que sobrevivieron a la catástrofe de la conquista no les fue difícil adquirir las nuevas técnicas del sistema europeo observando cómo trabajaban los españoles.

En el momento de la entrada de Hernán Cortés a Tenochtitlan, la capital ofrecía un aspecto nunca visto por ojos extranjeros, distinto al que ofrecían las ciudades europeas de esta época y en plena concordancia con el desarrollo económico, político, social y religioso alcanzado por los mexicas. Por eso, cuando los españoles llegaron a la ciudad de México, cuenta Motolinía que: “unos a otros se decían: ¿Qué es aquesto que vemos? ¿Ésta es ilusión o encantamiento? Tan grandes cosas y tan admirables han estado tanto tiempo encubiertas a los hombres que pensaban tener entera noticia del mundo”.2 El esplendor de esta ciudad, que sorprendió tanto a los españoles, no se debía a un mero accidente sino a un plan organizado por sus constructores educados en las escuelas de los calmécac, y las obras fueron realizadas por individuos especializados. Algo semejante debieron observar los invasores en pueblos que estaban en su apogeo como Tezcoco, Cholula, Huejotzingo y Tlaxcala, por ejemplo, puesto que en cada ciudad debieron existir hombres plenamente capacitados para hacerse cargo de cualquier obra. Buen número de ellos habrían tomado parte en la campaña constructora de los conventos novohispanos, pocos años después de la llegada de los misioneros franciscanos en 1524, así como en la construcción de los edificios palaciegos de algunos conquistadores. Veamos un poco de una parte de su historia.

Cuando don Diego Angulo estudió el arte mexicano, observó


la aportación indígena debe reducirse fundamentalmente al aspecto decorativo, e incluso ciñéndose a él, lo que pudiera atribuírsele con cierta seguridad es mucho menor de lo que debiera, sobre todo en lo que a composición se refiere... [pero] el deslindar lo que corresponde a la población indígena y a esa gran masa europea improvisada de entalladores, que a falta de personal especializado ponía la mano en las construcciones, es labor difícil y sólo posible de realizar sobre una información gráfica que no existe, procurando, sobre todo, descubrir en los monumentos el empleo de temas precortesianos.3


El doctor Angulo vislumbraba hace cincuenta años el meollo del problema, cuando se contaba con poco material gráfico y se prestaba poca atención a los detalles. Nuestro trabajo ha ido en busca, precisamente, de esos rasgos importantes que pueden conducirnos a descubrir la intervención del indígena en el arte monástico del siglo xvi. No hemos hecho sino desbrozar el campo que guarda todavía bastantes ejemplos y que serán hallados en el futuro. Fruto de nuestras investigaciones es este ensayo, el cual después de casi veinte años ha hallado pocas respuestas en el campo de la escultura. En cuanto a la pintura indocristiana, se han publicado varios estudios importantes hasta el momento de preparar esta nueva edición.

El doctor George Kubler, en su excelente estudio todavía no superado de la arquitectura del siglo xvi, considera fundamental la intervención del indio en la construcción y decoración de los conventos, pero piensa, con toda razón, que no se han buscado las pruebas ni las características que permitan distinguir el trabajo de la mano india del de la española, y asienta:


el estilo nativo de la escultura se puede identificar con cierta facilidad por el carácter del tallado de la piedra: las formas están rudamente talladas y terminadas de modo imperfecto, sugiriendo el empleo de utensilios de piedra y de abrasivos más que el uso de cinceles de hierro con filos cortantes. Otro rasgo diagnóstico se puede encontrar en el diseño aplanado y extenso. Las formas europeas ya foliadas, ya simbólicas o geométricas se parecen a un grueso bordado por su patrón repetitivo. En este ornamento groseramente tallado y pesadamente ornamentado los miembros estructurales o tectónicos tienden a perder su identidad, si es que no desaparecen del todo. La presencia de plantas o animales en la iconografía, sin embargo, no es en sí misma una garantía del diseño y del trabajo de la mano indígena porque no hay razón para que los europeos no hayan representado la flora y la fauna de su nuevo ambiente en el arte que realizaban y sin que por ello se convirtieran en trabajadores indígenas.4


Como se advierte, tanto Angulo como Kubler muestran su preocupación por las formas artísticas elaboradas por el indio y tratan de buscar una explicación del porqué de esos rasgos que, aparentemente, constituían una característica exclusiva de las obras mexicanas del siglo xvi. Coinciden también en pensar que muchos de los españoles pudieron intervenir en las obras conventuales. Sin excluir del todo estas opiniones, los hechos parecen demostrar todo lo contrario, aparte de que no hay todavía documento alguno que apoye la partcipación de “esa gran masa europea improvisada de entalladores” en los conventos y templos. Tampoco se ha pensado, por ejemplo, que los frailes no tenían dinero suficiente para pagar a estos individuos, por poco que ganaran. En cambio, disponían de la mano de obra gratuita del indígena. Además, los indios estaban ya acostumbrados a emprender obras de gran envergadura tanto en la capital como en los pueblos circunvecinos. Pero existe otro hecho todavía más importante: el inmigrante español no venía en busca de un salario raquítico como era el que podrían pagarle los frailes, sino todo lo contrario. Coludido además con las autoridades civiles y los demás españoles, procuró también vivir a costa de los indios.


Como los españoles en aquel tiempo –escribe Mendieta– se veían señores de una tan extendida tierra, poblada de gente innumerable, y toda ella sujeta y obediente a lo que les quisiesen mandar, vivían a rienda suelta, cada uno como quería y se le antojaba, ejercitándose en todo género de vicios. Y trataban a los indios con tanta aspereza y crueldad, que no bastaría papel ni tiempo para contar las vejaciones que en particular les hacían.5 [Fotos 11 y 12.]


En consecuencia, el problema debe enfocarse de manera diferente examinando el comportamiento de los actores durante la evangelización. Porque a los conventos hay que agregar los templos y capillas que se hicieron en los pueblos y que eran visitados por los frailes. Tampoco se debe olvidar que los edificios no se hicieron en lugares despoblados sino, en cambio, en las zonas densamente habitadas y cuya fundación había ocurrido, por lo menos, dos o tres siglos antes de la Conquista; en otros casos eran más antiguas. En estos pueblos, como es fácil comprender, hubo también un centro ceremonial prehispánico importante, lo cual implica, necesariamente, la existencia de un nutrido grupo de trabajadores especializados en la escultura, pintura, cerámica, arquitectura, etcétera.

Tiene razón Angulo al pensar que las formas precortesianas constituyen una de las claves fundamentales para acercarse a la solución del problema de diferenciar el rendimiento de la mano indígena del de la española. También tiene razón Kubler al pensar que uno de los rasgos que pueden caracterizar el trabajo sea el técnico: el empleo de los instrumentos de piedra. Dadas las circunstancias económicas de las primeras décadas de la colonización, era casi imposible importar el suficiente número de utensilios de hierro para proporcionarlos a los que trabajaron en los conventos, ya que no fue una sola la obra emprendida sino varias al mismo tiempo y en distintos pueblos, según se desprende tanto del estudio del doctor Kubler como del documento insertado en las Cartas de Indias6 correspondiente a 1559, cuando se afirma que había ya 160 conventos en pleno trabajo de evangelización, concentrados en los actuales estados circunvecinos a la ciudad de México, como Michoacán, Hidalgo, Tlaxcala, Puebla, Morelos, Oaxaca, así como los lejanos de Campeche, Yucatán y Chiapas. Al finalizar el siglo, fray Gerónimo de Mendieta da cuenta de 310 monasterios repartidos entre las tres órdenes religiosas, sin contar las ermitas y templos de los pueblos.7

Sabemos también que los moradores competían con los de los pueblos vecinos para hacer que su edificio fuese el mejor. No olvidemos el hecho de que, dada la explotación a que fue sujeto el indio por los españoles, los frailes hicieron todo lo posible para protegerlo y aun fueron acusados de querer convertir a la Nueva España en un monasterio gigantesco.8 Ya vimos incluso que los misioneros elaboraron, indebidamente puesto que no les competía, ordenanzas para los pueblos en que moraban, pero lo hacían en su afán de librar al indio de los elevados tributos exigidos por la Corona. Esta actitud acarreó a los evangelizadores una serie de problemas y a consecuencia de ellos surgió la campaña ordenada por Felipe II para restar poder a las órdenes mendicantes por intermedio de los virreyes, obispos, arzobispos y visitadores conforme vimos en el capítulo anterior.

Por otra parte, el número de glifos que hemos hallado hasta el presente y que sobrepasa el centenar y medio es prueba segura de la intervención directa del artista de extracción y educación prehispánica y también de que no los realizó esa masa de canteros españoles, constituida por individuos ignorantes en su mayor parte, pues lejos estaban de poder captar el significado de los símbolos prehispánicos. Sólo podían comprenderlos quienes se habían iniciado desde pequeños en los misterios de la religión indígena, y haber tenido contacto con ellos en las obras ejecutadas bajo la dirección de los sacerdotes cuando eran estudiantes del calmécac. Es posible que unos cuantos signos hubiesen atraído la atención de algún artista extranjero, pero parece también una probabilidad en extremo remota. Creemos, pues, con Angulo que la inclusión de los signos precortesianos es un rasgo importante para reconocer las características de la mano indígena en los motivos decorativos del arte indocristiano.

Dos hechos más vienen en nuestro apoyo. Uno es que, entre los motivos ornamentales de los monasterios y templos, cada uno posee rasgos técnicos que lo diferencian de los otros, aun en aquellos conventos relativamente cercanos y ligados entre sí, como ocurre, por ejemplo, con la obra franciscana de las capillas posas de Huejotzingo y Calpan, Puebla (fotos 38- 42) o las portadas dominicas de Chimalhuacán-Chalco, México, así como de Tepoztlán, Morelos. Existe un cierto parentesco técnico, pero nadie podrá confundir sus obras escultóricas con las de otras regiones. El otro tiene que ver con las condiciones en que se realizó la evangelización. Si se observa el mapa al final del capítulo IX, se apreciará que los conventos se fundaron precisamente en los poblados prehispánicos cuya existencia –como ya se dijo– data de por lo menos tres o cuatro siglos antes de la conquista hispana; en otros casos eran muchísimo más antiguos y en todos había un gran culto prehispánico y por ende un núcleo importante de artistas encargado de realizar la iconografía indígena de diversos objetos en piedra, cerámica, pintura, orfebrería, plumaria, etc. Por otra parte, muchos de los materiales constituían materia de tributo que debía rendirse a los señores que sojuzgaban algunos pueblos, conforme puede verse, por ejemplo, en el Códice Mendocino.

¿Qué es lo que intentó decirnos el indio al incluir uno que otro signo que, dentro del contexto conceptual de su religión, estaba cargado de significado? ¿Intentaba acaso hacer llegar un mensaje a sus compañeros de infortunio, como si quisiera mantener vivas las tradiciones en medio de ese mundo conturbado en que vivían? ¿Acaso había perdido todo significado una vez que fue dominado y destruido sus templos y deidades? ¿Puede morir así, de pronto, una tradición que se ha mantenido por siglos y desaparecer sin dejar huella alguna? Por otra parte, ¿cómo es que permitieron los frailes la inclusión de estas reminiscencias tan cargadas de conceptos? No es fácil responder estas preguntas. Motolinía, Mendieta y Torquemada narran el cuidado que se tuvo para evitar las idolatrías; se llegó incluso a destruir los ídolos que habían colocado en los basamentos de las cruces y de los altares. Cabe una explicación plausible, y ésta es que los evangelizadores no estaban suficientemente capacitados para reconocer la inmensa variedad iconográfica prehispánica.

¿Podría pensarse que la evangelización no fue tan efectiva como pensaron los misioneros y describieron los historiadores? Siempre hubo y habrá gente en el mundo a la que no se podrá convencer del todo; y muchos indígenas fingieron convertirse al cristianismo, pero en su fuero interno siguieron siendo tan paganos como antaño; hubo quienes llegaron al sincretismo religioso, hecho inevitable a efecto de no comprometerse ante los evangelizadores. Por esto quizás no sean tan infundadas las quejas y la amargura que se advierten en Sahagún cuando refiere que de poco les sirvió tanto esfuerzo, ya que el indio volvía a las prácticas ancestrales en cuanto se veía abandonado a su propia suerte, en especial cuando se inició la campaña de desprestigio de las órdenes mendicantes promovida por la Corona, para contrarrestar el poder que ejercían los frailes sobre los indígenas. Sin embargo, tampoco hay que olvidar que fray Bernardino estuvo involucrado en la difusión de la doctrina, de manera que le corresponde parte del fracaso. Por otra parte, no fue sencillo erradicar creencias que tenían cientos o miles de años, y el periodo de que dispusieron los evangelizadores apenas si abarcó seis o siete décadas efectivas.

Por lo tanto, si los símbolos que hemos hallado y los que todavía quedan por descubrir encerraban un mensaje, éste iría dirigido a determinado grupo que los comprendía y para el cual tenía un hondo significado, ya que, como dice Alfonso Caso, “La religión azteca fue, en la inmensa mayoría de sus concepciones, un conjunto de ideas y prácticas rituales mucho más antiguas, tan antiguas algunas de ellas que están asociadas con las primeras manifestaciones de las culturas sedentarias en Mesoamérica.”9

Sus formas de expresión, con todas las deficiencias que se les quieran adjudicar –generalmente sin razón–, muestran la conjunción de valores, tradicionales unos, adquiridos otros, impregnados de la sensibilidad del nuevo ser que se gestó en una lucha de unos cuantos años, pero sin resignarse a perder del todo cuanto había logrado a través del tiempo. Expresión que naturalmente se separa de los cánones que estamos acostumbrados a advertir en el arte y a exigir al artista, pero no de la corriente de las ideas y de la cultura en general.

La obra de esa “nueva criatura” que fue el indio cristianizado, o sería mejor decir a medio cristianizar, todavía está reclamando la valoración de su obra, ya que hasta ahora sólo se ha juzgado de manera peyorativa. Nuestra obligación es comprender esa obra dándole el sitio que le corresponde y al que tiene derecho como parte de esa creación humana que es el arte. Y el arte de los indígenas novohispanos es una continuación, en cierto modo, de esa “flor y canto” que antaño floreciera en tierras mexicanas y que volvió a surgir como una consecuencia del movimiento cultural gestado en los monasterios.

Considero que el término de “arte indocristiano” está bien aplicado, puesto que fueron los indios los que realizaron la escultura y pintura cristianas en los conventos del siglo xvi. Tal denominación explica la naturaleza, la esencia y la vivencia del indio y su obra, sin recurrir a subterfugios lingüísticos, literarios, pretendidamente estéticos o hasta filosóficos. Si hay un arte copto, un arte asturiano, un arte visigodo, un arte prerrománico, teniendo en cuenta al hombre y al tiempo, la región y el país, tenemos perfecto derecho de llamarle así: arte indocristiano. Porque es indio y es cristiano el fruto de esa unión dramática, y es, también, un hecho histórico incontrovertible. Lo uno evoca lo otro de manera positiva por estar incluidos dentro del mismo fenómeno social: lo indígena y lo cristiano se han integrado como una necesidad y, por otro lado, también cuenta la intención de aquellos hombres que hicieron posible esa expresión vital que fue y es su arte: el arte indocristiano.10

Fraile e indio crearon un “campo de acción cultural” totalmente activo. Nada existiría sin el intercambio, sin la necesaria dependencia, la naturaleza, la mutabilidad de unos y otros. Frailes e indios mezclaron sus ideas, sus esfuerzos, su realidad, que culminaron en una obra que tiene un lugar específico dentro del panorama cultural, creado a la sombra de los monasterios novohispanos: el fraile como creador de cultura y de un nuevo modo de vida en el indígena; el indio como receptor de esa voluntad y recreador de aquellos afanes que se fueron integrando paulatinamente en su propio modo de pensar, de sentir, de ser, incluso en su rechazo callado ante las imposiciones que sufrió. Entre ambos se creó una comunicación intensa, aportando cada quien parte de su vida misma para recrear una personalidad desarrollada socioculturalmente a través de la educación, del afecto, de ese afecto trágico que por su misma intensidad se vio frustrado por todos aquellos que fueron enemigos de frailes e indios.

En este arte de simbiosis se manifestaron los antecedentes de dos culturas: la prehispánica, destruida poco tiempo después de la Conquista, y la española, impuesta primero por la fuerza y después aceptada, de grado o por fuerza, fusionándose ambas para dar cima a una obra luminosa, enteramente nuestra y del mundo.

Aquí, como nunca, se halla plenamente justificado nuestro intento de dar al hombre y a su obra su verdadero valor, sin tomarlos como un medio y un artefacto estético en sí –tal como se había hecho en el pasado–, sino en su totalidad, como un “ser socioartístico”11 y como un trabajo cargado de significados.

Se puede objetar que el término indocristiano puede dar pie a confusión, porque igualmente podría referirse al arte cristiano que se pudo hacer en la India. Cierto, errores son del tiempo. A causa de una ambición o de un deseo de buscar las riquezas de ese país se llamó, accidentalmente, indios a los pobladores de nuestro país. Se nos siguió llamando así por más de cuatro siglos y todavía hoy esta palabra persiste, peyorativamente, en labios inconscientes. Pero si ya no es posible cambiar una situación secular, la aprovechamos para robustecer un nombre que fue nuestro, y que seguirá siéndolo. El Cem Anáhuac, el universo indígena, vivió un poco más, agonizante en el mundo novohispano. La conquista armada y la espiritual desarticularon las culturas del México antiguo para tomar una nueva forma en cuanto sus pobladores pudieron hacerse “dueños de un nuevo rostro, dueños de un nuevo corazón”12 diferente del ancestral, mediante la cultura europea que, a toda costa, impusieron los misioneros.

Si el arte prehispánico fue, como dice León-Portilla, “en su propio contexto, un medio maravilloso de integración al pueblo a los antiguos ideales de la religión y la cultura. la representación plástica de las grandes doctrinas transfiguradas en símbolo e incorporadas, para todos los tiempos y para todos los hombres, en elementos tan resistentes como la piedra y el oro”,13 así también el arte indocristiano fue un nuevo medio de integración religiosocultural del hombre a su nuevo medio, a sus ideas, como lo habían sido el arte grecolatino, el visigodo, el románico, el gótico.



1 Motolinía, Memoriales, pp. 183-184. (Las cursivas son mías.)

2 Motolinía, Historia, p. 148.

3 Angulo Íñiguez, Historia del arte hispanoamericano, t. I, p. 139.

4 Kubler, Mexican Architecture, t. I, p. 141.

5 Mendieta, Historia, p. 311.

6 Cartas de Indias, t. 1, p. 114.

7 Mendieta, Historia, pp. 545-546.

8 Kubler, Mexican Architecture, t. I, p. 115.

9 Caso, El pueblo del Sol, p. 20.

10 Jeanette Favrot Peterson, en su libro The Paradise Garden Murals of Malinalco, rechaza el término indocristiano por considerar que es demasiado “inclusive” (sic) y que no da idea de lo que intenté comunicar con tal nombre. Creo que no supo comprender el trabajo del indio ni el significado ni la intención que me animaron a denominarlo así. En su lugar, emplea el nombre de “euro-cristiano”, creando un hibridismo que nada significa ni define algo lógicamente sostenible a la vista de lo mexicano.

11 Silberman, Sociología del arte, p. 30.

12 León-Portilla, Los antiguos mexicanos, p. 168.

13 Ibid., p. 170.


Arte Indocristiano
Pagina del Pigmento Azul Maya por Constantino Reyes-Valerio